jueves, 28 de agosto de 2008

El día que me volví cursi *

Esto podría empezar con la historia del déshabillé, mi déshabillé, pero no, no creo que pueda. Me genera una incapacidad tal que se me frunce la cara y siento cosquillas en la nariz. Tantas, tantas que no creo poder hacerlo, no soy capaz.

Siempre es difícil el comienzo; los principios de las cosas, siempre, pero siempre generan un no sé qué, una discusión, un revuelo, una sonrisa, un gesto de duda y terror. Salir de la cama a las siete menos veinte y no saber si ponerse la pantuflas o el déshabillé; bañarse y después cepillarse los dientes o al revés. Entrar a un café y pensar en si es más prudente ir al baño al ingresar o esperar a tomar lo que sea: el cortado o el submarino e ir al baño luego de pagar la cuenta. Esa duda, siempre la duda.

Hoy, después de levantarme, de bañarme y cepillarme los dientes, no necesariamente en ese orden, me puse las medias tres cuartos rojas. Una de las dos tiene un agujero en el talón. La otra no.

Es un sábado de invierno y hace muchísimo frío, entonces, ahora pienso en que si me conviene prender la estufa halógena, si poner a calentar el agua para la segunda tanta de mate o si en realidad lo mejor sería ir a buscar el saquito punto yérsey de entrecasa que me hizo mi abuela, la buena, cuando yo era todavía niña. Me tomo dos minutos para volver a cero: abrigo, agua, halógena.

La yerba que empecé a comprar hace unos meses me gusta. Y no porque siga el patrón generalizado de los paquetes de yerba. Los hay los todos rojos, los azules con centro rojo, los blancos con letras rojas, los verdes con la tranquera roja. Pero no. Este es todo verde, distintas gamas de verde y un poco de blanco en el centro para que el nombre reluzca. En la parte superior de la caja, porque esta viene en caja, no en paquete, dice Barbacuá, personalidad robusta y sabor levemente ahumado. Casi como Piedrabuena, el casero del campo que teníamos en 9 de julio. Bar-ba-cuá, divino diptongo creciente guaraní, ¡ja! ¿A quién engaño? El proceso de la yerba, o más bien, de las hojas a la yerba es lo que me interesa; por motivos de salubridad, supongo, dejaron de secar las hojas en parrillas. La de mi yerba se hace en una especie de horno de barro. Kilos de hojitas ahí dentro, un túnel, fuego en la punta. Combustión lenta, gases calientes, y las hojas se vuelven quebradizas y listas para el consumo. Es el claro ejemplo del derroche exacerbado. Cien kilos de hojas verdes reducido a veintitrés de una exquisita e incomprendida yerba mate seca con un cinco por ciento de palitos.

Muchas veces me tomo dos minutos para volver a cero (podrían ser sesenta y siete segundos, pero me gustan los números redondos, suenan más convincentes). Levanté el pie derecho y me puse la media roja, la que tiene el agujero en el talón. La otra, la del pie izquierdo no. Digo, no que no tiene agujero en talón, sí que me la puse. Tiré fuerte de cada una de ellas, llegaban a unos centímetros por debajo de mis rodillas, blancas, bien blancas del invierno. Por un momento sentí un temblor, una mueca rara debía tener entre las cejas. Así como una magdalena puede evocar la infancia de un hombre, toda la vida de un hombre, las medias rojas me había llevado a un momento preciso de mi vida cuatro años atrás.

Hace cuatro años (que podrían haber sido tres años y seis meses), era de noche. Yo tenía dieciocho años o quizás los estaba por cumplir. Sí, tenía diecisiete. Andrea y María, me acompañaban.

Curiosamente, quizás, también era sábado, sábado a la noche y yo quería salir. Necesitaba compensar las horas de encierro en el local. De golpe, el recuerdo de un bar que había abierto sus puertas hacía muy poco, que quedaba cerca de mi casa, que era tranquilo, para un público un poco mayor que nosotras, con música en vivo. Se podía decir que era precariamente perfecto para la ocasión.

Caminamos siete u ocho cuadras hacia el bajo. Se sabe que el bajo de cualquier ciudad siempre tiene algo de agradable; el viento es diferente, las caras, los faroles; claro que hablo de un bajo de los ochentas y no de uno con conventillos, burdeles y milongas, que de todas formas presumo que debían ser bastante pintorescos.

Frente a una puerta cancel entreabierta, había una escalinata y un pizarrón lleno de inscripciones en tiza de colores que nos informaba algo así como que a las once había comenzado a tocar un dúo de guitarras que reversionaba temas de Sting en (reversionar a? en? Igual no creo que exista la palabra) bossa nova. “Lindo”, pensamos sin acotar nada más. Le dimos rienda a los treinta y nueve escalones. En la cumbre, miramos para todos lados y fuimos hacia donde estaba la música. Era una casa antigua, a simple vista acogedora, con un gran patio en el centro rodeado por una galería. Entramos por una de las tantas puertas que había, casi al azar, y vimos a dos pibes tocando. Eran ellos, claro.

Lamentablemente, en un principio, estaban todas las mesas ocupadas. Nos quedamos paradas unos dos minutos (que ya sabrán que podrían haber sido cincuenta segundos o cuatro minutos y medio). Nos sentimos un poco observadas por la gente, toda muy mayor y maquillada, hasta que se nos arrimó una señorita muy amable con una sonrisa de otro mundo, o de los lugares donde va gante mucho mayor que nosotras y nos hizo pasar a otro de los tantos ambientes que tenía la casona. Nos advirtió que ­­ahí no íbamos a tener música, que no habían instalado los parlantes todavía. No nos importó demasiado y fuimos tranquilas a lo que en algún otro momento, muchos años atrás, debió haber sido la habitación de uno de los integrantes de esa numerosa familia, quizás el más agraciado, porque tenía un ventanal enorme que daba a la plaza Mitre. Pero, lo interesante, al menos en ese brevísimo instante en el cual me encontraba parada ante la puerta, con un pie (el derecho, el de la media roja todavía sin agujero en el talón) adentro y el otro afuera, no fue el asombro de ver el ventanal que había advertido primero María, sino el temblor que me recorrió el cuello al mismo tiempo que Andrea me tironeaba del suéter.

Era una habitación pequeña con piso de pinotea y una de las paredes con ladrillo a la vista; ¿el ventanal?, sí, con vista a la plaza, pero frente al ventanal había un sillón. Tres sillones, en realidad, y una mesa ratona en el centro. La luz era imperceptible, sólo un foco colocado en un rincón apuntando hacia el techo, alto, de unos tres metros. Cerca, muy cerca de los sillones, había una mesa redonda con una vela, una macetita con una flor de cuestionable frescura y tres sillas.

Paro dos minutos y vuelvo a cero: estoy con un pie adentro y con otro afuera, siento un temblor que me recorre el cuello y el tironeo de Andrea. Lo primero que veo, antes del piso de madera, de los ladrillos y del foco, es a él, sentado en uno de los sillones frente al gran ventanal. Él con todas las letras, con una campera beige y con una polera roja. Roja. Si alguien puede afirmar que existe el amor a primera vista, ahí estaba sucediendo. Me estaba sucediendo.

Me paralicé por un momento. Nos sentamos en la mesa redonda y abrimos el menú. Esa noche tomamos café; dos cafés para las chicas y un café doble recargado para mí. Según como nos habíamos sentado, había quedado no de frente ni de espaldas a él, sino que de costado, nunca una peor ubicación frente al que sería mi primer amor. ¿Cómo haría para mirarlo? Girar la cabeza deliberadamente cada cinco minutos hacia mi izquierda me delataría enseguida. En cambio, si hubiese estado de frente, ¡ah!, así todo hubiese sido más simple. Lo podría haber mirado toda la noche, todo el tiempo, simulando ver el fotomontaje de Jeff Koons comiéndose a la Cicciolina que colgaba de la pared de ladrillo a la vista o mismo el ventanal que daba a la plaza Mitre con sus faroles tan del bajo. O, sencillamente de espaldas, sí hubiese estado de espaldas, me podía ahorrar mirar, aunque sea sin querer, ese póster tan kitsch, y las chicas me contarían si me estaba mirando, qué estaba tomando, cómo se acomodaba el cuello de la polera; y él, pensaría en mi cara, en cómo sería mi cara, en qué estarían haciendo mis ojos, en cómo me acomodaba las medias rojas que se me hundían en las zapatillas.

Pero no. Había quedado de costado; al costado de ese hombre que conservaba un parecido casi inverosímil con la estrella pop más querida, y amada, y santificada de aquel momento; pero no es necesario que diga que ese no fue el motivo para que mi cuerpo sufriera el potencial congelamiento…

¿A quién engaño? Unas semanas más tarde volví a Satélite Kadmon (así se llamaba el bar). Ya con movimientos y postura de habitués, María y yo, nos acercamos a la misma habitación de aquella noche. Esta vez, la sala estaba vacía, de modo que tuvimos la suerte de poder apoderarnos de los sillones. No pasó mucho tiempo hasta que la puerta rechinó.

Saludaron al entrar como quien saluda a un viejo de la cuadra; un “buenas” y una leve sonrisa.

Esa noche hacía tanto frío como la anterior. Había sido un inverno crudo. El cielo estaba despejado, negrísimo, y la luna, tan enorme como cursi se dejaba ver por el hueco de la galería. Me levanté del sillón y con todo el cuerpo hice el difícil gesto de “seguíme por favor”. Salí y me senté en el piso helado –la sufrida postura de una mujer en invierno no falla-; saqué el cigarrillo del bolsillo de la campera y lo encendí con cierta dificultad -temblaba realmente-. Tras un par de pitadas, escuché el ruido viejo de la puerta y procuré permanecer inmutable, sorda, poeta congelada bajo la luna de agosto. Se acercó y me miró un minuto (que ya saben que podrían haber sido…). Buscó el cigarrillo aplastado que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón y lo encendió. Lo miré y, rápidamente, bajé la vista hacia su mano.

— ¿Me das uno?, no sé por qué, pero me gusta fumar Parissiene cuando hace frío— le dije intentando disimular mi estupidez indisimulable.

Buscó, alisó la marquilla y me lo ofreció.
Apagué el que tenía mientras levantaba la cabeza para regalarle ese gesto lindo o quizás mi mueca de duda, esa que siempre sale cuando estoy frente al comienzo de algo. Se agachó y me dijo:

— ¿Viste que hoy murió el Gato Dumas?
— Sí, qué pena, ¿no?

Estaba definitivamente enamorada.

* Sabemos que debería ser: “El día en el cual me volví cursi”, pero ¿a quién queremos engañar? Suena horrible.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me encantó checha
besos

Anónimo dijo...

Escribís tan lindo que reviví ese día con detalles que había olvidado!
Mi cuarto es ahora rojo y lo miro y pienso "me conoce tanto esta" y fijo embobada la mirada en mi nuevo espiral multicolor y pienso "pucha, cómo la quiero".
Checha me regaló un cuarto muy "yo" que me hace pensar todo el tiempo en ella!!