Cuando amanece en Capilla un aire estático de invierno baña los arroyos secos; las llanuras abiertas, tajadas por la helada prolongadas en un deslizadero blanco, crispado, interrumpido por líneas troqueladas tras la corrida de alguna liebre. El primer sol rebota sobre los cuadrados de vidrio de la puerta de la cocina, luego, en el mango de la regadera que Astrid deja todas las noches al borde de la mesa, en la galería.
Los Guevara todavía son tres. Una casa, una parra de uva chinche, la huerta con berro y orégano, un horno de barro. Astrid, Juan y Cusitorto. Es un sábado intransigente, se siente en todos lados, en las paredes, en la hornalla, entre de las sábanas.
Frente a la imponente mesa de quebracho que delimita el centro exacto de la cocina, Juan sostiene entre sus dedos una cajita de fósforos, la hace rodar, juega de trompo. Su mirada sale con un ir y venir inquieto por los vidrios empañados que dan afuera, al otro monte, a este lado del cerro. Mira a Cusitorto manejar el arado con esa soltura que siempre envidió, liberando la espalda, moviendo arriba y abajo la mano derecha sin esfuerzo, con una leve inclinación del cuello hacia su hombro izquierdo y una flexión suave en las rodillas; no hay queja en ese cuerpo. Remueve la tierra de la quinta y sexta hilera con los pies paralelos al ancho de sus caderas pisando firme entre una y otra. Cusitorto silba.
De este lado, donde el fuego abriga, Juan espera a que el agua donde dejó el maíz y los porotos hierva para poder agregar, por fin, el charqui y los chorizos. Juan adivina la melodía.
A los veinte años de ambos, Astrid y Juan, contrajeron matrimonio en una capilla de San Marcos Sierra. Tras la llegada de Cusitorto, hermano mayor de él, de Buenos Aires, se mudaron a una quinta modesta, pero lo suficientemente cómoda para ellos y sus mañas en Capilla del Monte.
Las casas en tierra adentro son así, no hay barrios sino el almacén, la cantina de Jorge, cinco hogares que lindan con el de los Guevara, el palenque y el puestito de boletos para hacer expedición al Uritorco. Nada más. Kilómetros de campo, tranqueras, zanjas, robles; Astrid llorando en macramé y produciendo innumerables frascos de mermelada de uva y tomate; Juan preparando los cinturones labrados para la temporada alta y desahogando sus pasiones en cacerolas de hierro fundido, prestándole al invierno crudo de la sierra los más deliciosos guisos; Cusitorto labrando la tierra, porque eso es lo que lo mantiene de pie, tardes enteras formando callos en las manos de rastrillo, arado, tijereta; y, Adice Bermúdez viviendo sus más insoportables catorce años justo en el rancho de enfrente.
Adice es hija única de una pareja mayor. Por las tardes, al regresar de la escuela cruza hacia lo de los Guevara y se sienta junto a Astrid en los sillones de hierro que están en la galería. Astrid le enseña macramé. La madre de Adice sostiene que la niña debe aprender desde chica algún oficio y dada la cercanía y generosidad de la vecina, allí es donde decidieron que la pequeña comience a formarse al mismo tiempo que Astrid gana algo de compañía femenina.
A pesar de la calidez de Astrid, a Adice parece importarle un bledo; frente a ella, en la galería se comporta como una niña educada, interesada en los hilos de seda, presta atención, hace anotaciones y confecciona carpetitdas y fundas para teteras, pero la realidad es que la niña guarda cierto cinismo. Esas cosas difíciles de comprender, cuando Astrid entra a la cocina a preparar mate cocido para las dos, Adice, con habilidad y delicadeza de escultor, poco a poco, va tajando la funda de los sillones, deshace hileras enteras de nudos de los trabajos de Astrid, vierte pegamento dentro de la regadera, todo tipo de maldades menores, incomprensibles, que Astrid percibe pero las soslaya cuando se recuerda que se trata sólo de una niña y que no hay motivo para enfurecer del cuerpo hacia fuera.
Cusitorto ordena las bolsas de tierra, clava el arado en el suelo y se acerca a la galería. Se inclina levemente sobre uno de los postes que sostienen a la parra a modo de pérgola y enciende un armado. Hace frío, pero con el tabaco él siente que su cuerpo cobra un calor particular. Cusitorto está nervioso, intenta disimularlo mirando el cielo, la punta de sus botas, chupando el cigarrillo. Lo mira a Juan sentado en el banco de la cocina, lo mira ver el fuego de la hornalla; se siente triste, triste y nervioso por lo que va a suceder en no mucho tiempo y sólo espera que sea luego del almuerzo, no soportaría la sencilla idea de arruinarle el locro a su hermano sabiendo lo que este significa para él, cómo si a esta altura un guiso fuera verdaderamente relevante, pero así lo piensa.
Astrid camina por el pasillo que va desde su habitación a la cocina en enagua y botas de gamuza forradas de piel de cordero en su interior, ella sostiene que si los pies están abrigados el frío no tiene porqué pasar al resto del cuerpo. Camina lento, con pasos mareados, describiendo un leve zigzag entre las baldosas y rebotando con los hombros de pared a pared. Astrid no quiere entrar a la cocina, siente vergüenza traducida en pánico; no hace ruido. Antes de cruzar la puerta, desde la oscuridad del pasillo lo ve a Juan levantarse pesadamente del banco y a Cusitorto fumando en la galería tras la ventana que está a espadas de su marido.
Juan la escucha, es su mujer; Juan conoce sus pisadas, sus imperceptibles choques contra las cosas en las mañanas, el agudo roce de sus rodillas y su respiración entrecortada. Juan sabe que Astrid… sabe que está ausente, próxima a saludar con la cabeza cansada, mirando a cualquier lado menos a sus ojos, con la voz ronca y un gemido quejumbroso. Juan sabe.
-Buen día Juano -murmura Astrid entrando con paso corto en la cocina mirando casi fantásticamente la suela de sus propias botas.
-Cómo te madrugaste para un sábado Negrita -responde Juan con un tono perturbado propio del que tiene algo oprimiéndole el pecho.
Cusitorto se asoma por uno de los vidrios empañados de la ventana. La ve a Astrid parada en el medio de la cocina. Parada como una nena frente a un padre severo al cual le tiene que comunicar una mala calificación. Se inquieta, comienza a marcar un ritmo ligero pero mudo con el pie derecho sobre el felpudo, escucha un rechinar y mira de golpe hacia la tranquera, pero no hay nadie. Se alivia. Astrid y Juan, desde adentro parecen escuchar lo mismo y ambos dirigen su mirada al mismo lugar; nada, vuelven a la pava que está en el centro de la mesa.
-Cebame uno, dale. Con poco azúcar para mi -le pide Astrid con voz de niña buena, de la que sabe que se mandó una macana y es la única forma que se le permite.
Cusitorto camina rodeando la galería y entra en la cocina como siempre, tras un portazo.
-¡Puta!, ya te dije que no entres así, un día me vas a matar de veras, Tuerto -grita Astrid con un enojo un tanto extralimitado.
-Bah, que no es pa’ tanto, Negra. ¿Cómo marcha el locro, Juan?
Los Guevara todavía son tres. Una casa, una parra de uva chinche, la huerta con berro y orégano, un horno de barro. Astrid, Juan y Cusitorto. Es un sábado intransigente, se siente en todos lados, en las paredes, en la hornalla, entre de las sábanas.
Frente a la imponente mesa de quebracho que delimita el centro exacto de la cocina, Juan sostiene entre sus dedos una cajita de fósforos, la hace rodar, juega de trompo. Su mirada sale con un ir y venir inquieto por los vidrios empañados que dan afuera, al otro monte, a este lado del cerro. Mira a Cusitorto manejar el arado con esa soltura que siempre envidió, liberando la espalda, moviendo arriba y abajo la mano derecha sin esfuerzo, con una leve inclinación del cuello hacia su hombro izquierdo y una flexión suave en las rodillas; no hay queja en ese cuerpo. Remueve la tierra de la quinta y sexta hilera con los pies paralelos al ancho de sus caderas pisando firme entre una y otra. Cusitorto silba.
De este lado, donde el fuego abriga, Juan espera a que el agua donde dejó el maíz y los porotos hierva para poder agregar, por fin, el charqui y los chorizos. Juan adivina la melodía.
A los veinte años de ambos, Astrid y Juan, contrajeron matrimonio en una capilla de San Marcos Sierra. Tras la llegada de Cusitorto, hermano mayor de él, de Buenos Aires, se mudaron a una quinta modesta, pero lo suficientemente cómoda para ellos y sus mañas en Capilla del Monte.
Las casas en tierra adentro son así, no hay barrios sino el almacén, la cantina de Jorge, cinco hogares que lindan con el de los Guevara, el palenque y el puestito de boletos para hacer expedición al Uritorco. Nada más. Kilómetros de campo, tranqueras, zanjas, robles; Astrid llorando en macramé y produciendo innumerables frascos de mermelada de uva y tomate; Juan preparando los cinturones labrados para la temporada alta y desahogando sus pasiones en cacerolas de hierro fundido, prestándole al invierno crudo de la sierra los más deliciosos guisos; Cusitorto labrando la tierra, porque eso es lo que lo mantiene de pie, tardes enteras formando callos en las manos de rastrillo, arado, tijereta; y, Adice Bermúdez viviendo sus más insoportables catorce años justo en el rancho de enfrente.
Adice es hija única de una pareja mayor. Por las tardes, al regresar de la escuela cruza hacia lo de los Guevara y se sienta junto a Astrid en los sillones de hierro que están en la galería. Astrid le enseña macramé. La madre de Adice sostiene que la niña debe aprender desde chica algún oficio y dada la cercanía y generosidad de la vecina, allí es donde decidieron que la pequeña comience a formarse al mismo tiempo que Astrid gana algo de compañía femenina.
A pesar de la calidez de Astrid, a Adice parece importarle un bledo; frente a ella, en la galería se comporta como una niña educada, interesada en los hilos de seda, presta atención, hace anotaciones y confecciona carpetitdas y fundas para teteras, pero la realidad es que la niña guarda cierto cinismo. Esas cosas difíciles de comprender, cuando Astrid entra a la cocina a preparar mate cocido para las dos, Adice, con habilidad y delicadeza de escultor, poco a poco, va tajando la funda de los sillones, deshace hileras enteras de nudos de los trabajos de Astrid, vierte pegamento dentro de la regadera, todo tipo de maldades menores, incomprensibles, que Astrid percibe pero las soslaya cuando se recuerda que se trata sólo de una niña y que no hay motivo para enfurecer del cuerpo hacia fuera.
Cusitorto ordena las bolsas de tierra, clava el arado en el suelo y se acerca a la galería. Se inclina levemente sobre uno de los postes que sostienen a la parra a modo de pérgola y enciende un armado. Hace frío, pero con el tabaco él siente que su cuerpo cobra un calor particular. Cusitorto está nervioso, intenta disimularlo mirando el cielo, la punta de sus botas, chupando el cigarrillo. Lo mira a Juan sentado en el banco de la cocina, lo mira ver el fuego de la hornalla; se siente triste, triste y nervioso por lo que va a suceder en no mucho tiempo y sólo espera que sea luego del almuerzo, no soportaría la sencilla idea de arruinarle el locro a su hermano sabiendo lo que este significa para él, cómo si a esta altura un guiso fuera verdaderamente relevante, pero así lo piensa.
Astrid camina por el pasillo que va desde su habitación a la cocina en enagua y botas de gamuza forradas de piel de cordero en su interior, ella sostiene que si los pies están abrigados el frío no tiene porqué pasar al resto del cuerpo. Camina lento, con pasos mareados, describiendo un leve zigzag entre las baldosas y rebotando con los hombros de pared a pared. Astrid no quiere entrar a la cocina, siente vergüenza traducida en pánico; no hace ruido. Antes de cruzar la puerta, desde la oscuridad del pasillo lo ve a Juan levantarse pesadamente del banco y a Cusitorto fumando en la galería tras la ventana que está a espadas de su marido.
Juan la escucha, es su mujer; Juan conoce sus pisadas, sus imperceptibles choques contra las cosas en las mañanas, el agudo roce de sus rodillas y su respiración entrecortada. Juan sabe que Astrid… sabe que está ausente, próxima a saludar con la cabeza cansada, mirando a cualquier lado menos a sus ojos, con la voz ronca y un gemido quejumbroso. Juan sabe.
-Buen día Juano -murmura Astrid entrando con paso corto en la cocina mirando casi fantásticamente la suela de sus propias botas.
-Cómo te madrugaste para un sábado Negrita -responde Juan con un tono perturbado propio del que tiene algo oprimiéndole el pecho.
Cusitorto se asoma por uno de los vidrios empañados de la ventana. La ve a Astrid parada en el medio de la cocina. Parada como una nena frente a un padre severo al cual le tiene que comunicar una mala calificación. Se inquieta, comienza a marcar un ritmo ligero pero mudo con el pie derecho sobre el felpudo, escucha un rechinar y mira de golpe hacia la tranquera, pero no hay nadie. Se alivia. Astrid y Juan, desde adentro parecen escuchar lo mismo y ambos dirigen su mirada al mismo lugar; nada, vuelven a la pava que está en el centro de la mesa.
-Cebame uno, dale. Con poco azúcar para mi -le pide Astrid con voz de niña buena, de la que sabe que se mandó una macana y es la única forma que se le permite.
Cusitorto camina rodeando la galería y entra en la cocina como siempre, tras un portazo.
-¡Puta!, ya te dije que no entres así, un día me vas a matar de veras, Tuerto -grita Astrid con un enojo un tanto extralimitado.
-Bah, que no es pa’ tanto, Negra. ¿Cómo marcha el locro, Juan?
-Para las doce estamos.
Ahora son tres. Están sentados a la mesa. Juan en la cabecera, cerca de las hornallas; Cusitorto a su derecha, en el lugar que él ocupaba antes, de espaladas a la ventana; y Astrid a su izquierda, mirando el cerro, esquivando los ojos de su cuñado. Hay silencio de luto. El ruido está dentro; Astrid acelera la respiración, mueve los labios. Juan se vuelve cada cinco segundos a la olla. Cusitorto no lo tolera un minuto más, da una chupada larga al mate y sale apoyándolo con una fuerza que termina en golpe seco y llamado de atención para los otros dos. Los Guevera, cada uno desde su lugar, echan un vistazo repentino a la tranquera: nada.
Adice está en su casa, en la cocina también. Está sentada junto a la ventana que da derechito a la quinta de los Guevara. Adice los observa con un rostro inmutable. Nadie entiende a esta niña. Ella los mira. Baja la cabeza, escribe; ella sabe. Está escribiendo en una hoja arrancada de un cuaderno Rivadavia que le regaló Astrid para que haga sus notas y dibujos de los nudos del macramé. Los mira, trama un nudo en su mente, baja, escribe. Repite mecánicamente la sucesión hasta conformarse. Levanta la cabeza, les da una última ojeada, sube el papel y lee en voz alta para corroborar el estilo en sus palabras. Adice sabe, le gusta y se regodea con sólo pensar en lo que está por hacer.
Ahora son tres. Están sentados a la mesa. Juan en la cabecera, cerca de las hornallas; Cusitorto a su derecha, en el lugar que él ocupaba antes, de espaladas a la ventana; y Astrid a su izquierda, mirando el cerro, esquivando los ojos de su cuñado. Hay silencio de luto. El ruido está dentro; Astrid acelera la respiración, mueve los labios. Juan se vuelve cada cinco segundos a la olla. Cusitorto no lo tolera un minuto más, da una chupada larga al mate y sale apoyándolo con una fuerza que termina en golpe seco y llamado de atención para los otros dos. Los Guevera, cada uno desde su lugar, echan un vistazo repentino a la tranquera: nada.
Adice está en su casa, en la cocina también. Está sentada junto a la ventana que da derechito a la quinta de los Guevara. Adice los observa con un rostro inmutable. Nadie entiende a esta niña. Ella los mira. Baja la cabeza, escribe; ella sabe. Está escribiendo en una hoja arrancada de un cuaderno Rivadavia que le regaló Astrid para que haga sus notas y dibujos de los nudos del macramé. Los mira, trama un nudo en su mente, baja, escribe. Repite mecánicamente la sucesión hasta conformarse. Levanta la cabeza, les da una última ojeada, sube el papel y lee en voz alta para corroborar el estilo en sus palabras. Adice sabe, le gusta y se regodea con sólo pensar en lo que está por hacer.
Astrid sigue sentada frente a Juan, –esa pendeja malcriada…- piensa.
Juan sigue paseando la mirada entre la olla y su mujer, -la puta que la parió…-susurra.
Cusitorto, firme frente a la tranquera esperando la aparición inevitable de Adice.
Son las doce menos cuarto del sábado; faltan apenas quince minutos para que el locro esté humeante sobre la mesa de quebracho. Astrid se levanta de repente y corre, por el pasillo, al baño. Se mira al espejo, le da repulsión su imagen proyectada. Ella sabe más que nadie y no puede soportarlo, sus piernas se aflojan, aferra sus manos sobre el mármol helado del lavatorio; se arquea en llanto.
Juan apaga el fuego, revuelve por última vez el guiso y lo tapa. Se dobla sobre la mesada, cierra los ojos y cubre su cara con el repasador.
Juan sigue paseando la mirada entre la olla y su mujer, -la puta que la parió…-susurra.
Cusitorto, firme frente a la tranquera esperando la aparición inevitable de Adice.
Son las doce menos cuarto del sábado; faltan apenas quince minutos para que el locro esté humeante sobre la mesa de quebracho. Astrid se levanta de repente y corre, por el pasillo, al baño. Se mira al espejo, le da repulsión su imagen proyectada. Ella sabe más que nadie y no puede soportarlo, sus piernas se aflojan, aferra sus manos sobre el mármol helado del lavatorio; se arquea en llanto.
Juan apaga el fuego, revuelve por última vez el guiso y lo tapa. Se dobla sobre la mesada, cierra los ojos y cubre su cara con el repasador.
Cusitorto siente el chirrido de la tranquera de Adice, voltea y la ve saliendo en dirección a la suya. Una puntada en el estómago lo retuerce.
Astrid, desde el baño parece percibir todo lo que sucede allí fuera. Se seca las lágrimas y vuelve a la cocina. Juan se reincorpora y comienza a servir en los platos, le quita el corcho a la botella de vino y llama a la mesa. Cusitorto respira profundo y acelera el paso hacia la calle, corre y alcanza a la niña.
Astrid, desde el baño parece percibir todo lo que sucede allí fuera. Se seca las lágrimas y vuelve a la cocina. Juan se reincorpora y comienza a servir en los platos, le quita el corcho a la botella de vino y llama a la mesa. Cusitorto respira profundo y acelera el paso hacia la calle, corre y alcanza a la niña.
En la cocina los tres Guevara, los tres platos, las tres copas de vino tinto, la tos de Astrid:
-El Tuerto va a ser papá, Juan.
-El Tuerto va a ser papá, Juan.
7 comentarios:
¡FA BU LO SO!
oh sisi!!increible!!!
Muy bueno! Viví tres años en Capilla y pude revivir viejas imagenes...
Cuantas acciones!
Muy bueno, repito...
Siga con la saga señora!!! Muy interesante, tendría que volver a Capilla...
Es un lugar... Hay que verlo...
Saludos
Buenísimo, me encantó, yo sabía que eras groooosssaaaaa...
beso
Fer.-
nop
Fer-.
nop
Fer: .-
nop
Fer.-.;:.--... (ya dudo de todo... I FUCKING HATE YOU MARIA MARTAAAAA!!!!!!!)
tengo una pipa hermosa
gracias chech.
fer: maria martHa con hache.
maría martHa arce, no: maría marta Harce. jaja!
ya nos vamos sumando en sentimiento.
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