Era junio. Yo estaba en la cocina esperando que el agua estuviera lista para el quinto té del día. La tetera de la abuela Lola, de porcelana con flores horribles, ya estaba sobre la mesita de pared que había decidido colocar bajo la ventana el día anterior. Pegada a la heladera no iba a durar mucho tiempo, los imanes me volvían loca, me desconcentraban y terminaba pensando en cosas grandes, sin sentido, en por qué me había mudado al departamento, por ejemplo. Ayer a la tarde, entonces, corrí la carpetita, la olla de hierro y la coloqué debajo del marco de la ventana que da a Tres de febrero; de paso regué la estrella federal al mismo tiempo que recordaba su existencia.
Con la nueva disposición, la nueva vista, comencé a disfrutar más de la cocina. Yo, sentada en la silla de fórmica naranja de Lola, con los pies afuera, en el balcón y el resto del cuerpo adentro, en tierra segura. La mesita en frente, la ventana entreabierta con el mosquitero colocado aunque agujereado por partes y mi taza a lunares con jengibre y miel lista para recibir el baño de agua hirviendo; esperaba el llamado de Ique.
Tras el último sorbo, ya un poco frío pero placentero por esa picazón que deja el jengibre en la garganta, levanté el tubo y en no más un minuto anoté la dirección y el colectivo que me dejaría a tres cuadras de su casa. Ique me llamaba desde la clandestinidad de su cubículo laboral.
Aproveché el tiempo que me quedaba hasta que anocheciera y tomé un baño, me sequé el pelo, elegí un buen abrigo. Un buen abrigo era el de paño azul con tres botonazos verdes que había dejado Lola entre tantas otras cosas. Los sacos de antes sí que conocían el frío verdadero. Casi lista para salir, me apuré y manoteé uno de los tres libros que tenía sobre la mesa de luz. Estaban todos empezados así que era indistinta la elección, debía terminar alguno. Lo guardé en mi bolso, tomé las llaves que religiosamente descansaban en el aparador del living, luego un sentir ligero, la llave en la cerradura. Estaba al pie de la escalera, frente a la gran puerta de vidrio; una mueca zonza distinguí en el reflejo.
Quince escalones hacia arriba, la llave, la cerradura, el apuro. La casa, mi casa, el departamento de Lola, el aparador y el vergonzoso papel de caramelo con la dirección de Ique bajo el cenicero.
Después, la mano ya inquieta guardándolo en el bolsillo del pantalón. Volvió la llave a la cerradura, como una toma mal hecha. Yo estaba, otra vez, al pie de la escalera, frente a la gran puerta de vidrio; salí a la calle. Nada, la avenida seguía siendo la misma porquería de siempre y veía pasar el sesenta del bajo que, con mucha suerte, dentro de los próximos cuarenta minutos podía pasar el siguiente.
Sentada en el banco de la parada, buscaba como tonta algún recoveco, algún ángulo donde el viento no me aplastara contra el acrílico de las publicidades. Era una verdadera noche de fines de junio y yo con un verdadero saco de paño azul del cual comenzaba a dudar. Para matar la costumbre, encendí un cigarrillo y parece que me sucedió lo que les sucede a los que tienen suerte o son fervientes lectores de las leyes de un tal Murphy.
Veinte centavos escupidos de la máquina y una explosión de calor humano en la frente. Haciendo paso, logré llegar a la mitad trasera del colectivo. Con vista ventajera divisé a una señora abrochándose el pulóver y envolviendo su cuello en una bufanda que me provocó una carcajada interna. Me acerqué. Entre permiso y permiso conseguí un asiento. A medida que iban pasando las cuadras, la gente se iba reduciendo, ojalá hubiese sido en tamaño, siendo así gracioso y no preocupante para mí que desconfiaba de los colectivos medio vacíos en las noches verdaderas de junio.
Al rato, casi mágicamente, éramos cuatro las personas que ocupábamos los cuarenta asientos disponibles. Hacía un rato ya que había sacado el libro de mi bolso y mal que mal, forzando un poco la vista, podía leer intercalando renglones con veredas buscando el famoso hipermercado donde debía tocar el timbre para así bajarme correctamente, en la parada de Las Heras y Maipú.
De golpe y porrazo, el respaldo que tenía en frente se me incrustó en el pecho y el rebote hizo que mi cabeza sonara contra la ventanilla. Sí, esto también podía llegar a ser gracioso de no ser que en mi cabeza, del lado izquierdo tenía una hermosa hebilla con piedritas violetas que de alguna forma las sentí parte de mi cuerpo.
Reincorporándome, tomé un poco de aire y me senté más derecha, sufro de columna y los colectivos jamás fueron un buen lugar para mí. Leo a oscuras y me encorvo de formas inhóspitas para poder ver la calle; jamás entenderé a los desgraciados que pensaron inteligente la colocación de un marco de aluminio justo a la altura de la vista de una persona tipo, como yo, que no supera el metro setenta ni está debajo del medio metro.
Tras la frenada, subió un hombre. Él sí pertenecía a ese grupo agraciado del post metro setenta, vestía unos vaqueros desgastados, borceguíes negros, remera blanca (sí, remera) con una inscripción que no llegué a leer. Tomó su boleto con la mano izquierda porque la derecha la tenía ocupada con una botella de cerveza envuelta por una bolsa del famoso hipermercado. Un poco tambaleándose y haciendo ruido fue caminando hacia atrás. Yo lo miraba, lo miraba entre renglón y vereda y él me miró, él me vio.
Cinco pasos re pesados y se sentó al lado mío. No recordaba tanto olor a alcohol desde mi borrachera de los veinte y mi estómago vacío haciendo malabares con un té de jengibre y miel hasta llegar a las empanadas salvadoras de Ique.
-¿Es judío ese, no? – inquirió con sonidos casi guturales.
-Perdón… - dije yo entre perturbada y con aire de acá no pasa nada.
-Que ese, ese tipo, cómo es, es judío.
-Ah… éste – mirando el señalador que se asomaba de Woody Allen y pensado alguna respuesta rápida y poco comprometedora- sí, así parece.
-Mirá, y ¿a vos te gusta ese, che?- dijo acercando su aliento.
-Bueno… este…vi algunas cosas.- le decía, pensando, pensando- igual este me lo regalaron en una librería- buen punto, sentencié.
Vicente López parecía ser el lugar más lejano del mundo. Esos viajes por paisajes desérticos donde uno especula la cantidad de nafta y las ganas desenfrenadas de comer un sándwich. El supermercado no se asomaba por ningún lado y ahora paseaba con un borracho, antisemita y potencial asesino serial. Qué linda noche verdadera de junio.
-Mirá lo que tengo acá- dijo mientras se subía la botamanga del pantalón.
Bajé la mirada, obligada, y vi una cara gigante de Jesús entre espinas de cristo, aureolitas y mantos de rosas re tatuados en su pantorrilla.
-Mirá vos… ¿dolió mucho?- salió de mi garganta a esta altura atragantada mientras que mi manita derecha iba guardando poco a poco, como quien no quería la cosa, el libro debajo del bolso.
-¿Qué va a doler? Por este, lo que sea- balbuceó el mártir en su curda-
-Ajá, claro, qué bueno. Bueno, permiso eh, me tengo que bajar en la próxima- le dije casi suplicándole a algún dios que me sacara de esa situación.
De la forma más desprolija, me abotoné el saco, cerré el bolso con el libro bien adentro y toqué el timbre liberador. El hipermercado, obvio a esta altura, no había aparecido, pero era claro que iba a sentirme más tranquila caminando por la avenida, mal abrigada, con El Anticristo del maldito alemán bien guardado en esa verdadera noche de junio.