jueves, 20 de marzo de 2008

Pacífico soñé tus olas

Venía de Cuenca, valle del sur de la cordillera. El bus cargado, pocas mochilas, mucha mercadería, mucho trabajo. Esta vez nos tocaba viajar de día, eso era bueno; las rutas no nos ofrecían los mejores paseos por la noche y era difícil conseguir el sueño entre tanto traqueteo. Viajábamos entonces. Salimos del centro de la ciudad y una jovencita subió a repartir jugos en botellas cuadradas. Jugo de naranja, jugo ácido que no tomamos.

El televisor se encendió y con él el miedo. “Termineitor” o una prima hermana, no recuerdo; el volumen por el cielo. Nos reímos como lo veníamos haciendo en cada bus que nos tocaba tomar. La risa, lo curioso, las diferencias escondidas.

Mi compañera leyó un tramo, otro durmió y escuchó su música. Yo, no sé. Tenía la ventanilla y el frío, el agua condensada que bajaba por el vidrio y me mojaba el pelo, el chaleco en las rodillas. Dormí.

La montaña, el camino, la niebla espesa; un lugar común. El cajas, la ruta elegida por el chofer.
Páramo, pura roca, pajonal, frío. La banquina tan lejos y tan cerca, el ritmo que encontraba a cada kilómetro. La vista como una cinta de filmación vieja, arriba y abajo, siempre para adelante y rápido. La lluvia.

Vacío a nuestra izquierda, viajábamos alto. Unas horas más tarde y casi sin notarlo Ecuador me sorprendía una mañana más. El monte de la derecha iba virando a selva. La vegetación poco a poco se iba poniendo verde furioso, crecía en volumen. Las palmeras. Humedad.
Guayaquil iba asomando a cada metro.
Llegamos.
Cruzamos un puente, un puente para cruzar el río Guayas, el río que une la tierra. El nacimiento en el Amazonas y su destino en el pacífico. Miramos, calladas. Cachalotes en carrera.
Terminal Terrestre de Guayaquil. “Guayaquil está en marcha” predicaban los carteles del alcalde. Y de golpe y porrazo el pantalón mojado, la cara pegoteada, el aire acondicionado, los baños limpios pero lucrativos, las cadenas gringas de comida rápida.

Esquizofrenia.
Luchamos en los pasillos para encontrar la boletería. Dieciséis kilos de más en mi cuerpo y la lucha contra los que te quieren llevar a Machala mientras uno quiere Montañita.
Once dólares. Pasajes en mano. Almuerzo. Baño. Afuera.
Encontramos al bus y descansamos las mochilas. Un pibe se me acercó y me dijo que la “cola” para Montañita era atrás de él y de su amigo. Me reí por dentro y pensé que sólo un argentino podía decir eso. Matías, fue Matías con su remera de Inka Kola y su guitarra. Le hice caso y corrí el equipaje. Atrás estuvimos y charlamos hasta que el bus arrancara. Venían viajando. Venían de Perú dónde les habían dicho que si iban al Ecuador debían ir a Montañita. Todos estábamos en la misma, salvo que ellos sólo habían vivido a Guayaquil dos días y eso no era Ecuador, por suerte.
“El es Cory, está contento porque somos los primeros que encontró que hablamos inglés en tres días, viaja con nosotros a Montañita”. Somos cinco, hay equipo. Ellos viajaban desde el diez de diciembre y perdieron el mate. Mariano tenía “algo” de agua caliente en el termo y yo tenía el mate y la yerba. Hay equipo. Subimos al grito de “Montñita, montañiiiita”, y nada es casual. Los cinco teníamos los cinco asientos del fondo, los cinco. Hay equipo. Nos reímos. El aire acondicionado nos iba a matar. En Gye la gente no puede vivir sin aire acondicionado, la humedad y el calor te destrozan, pero para nosotros que no estamos acostumbrados a esos cambios de temperatura tan bruscos nos podía matar realmente. Nos la rebuscamos.
De izquierda a derecha: Pitu ventanilla, Yo, Matías en el medio-estira-patas, Mariano comprimido, Cory ventanilla derecha con i-pod-veinte-gigas-en-mi-haber.
Viajamos. Tres horas y puchito. En la tercera empezamos a ver el Pacífico, cuánto aire, cuánta locura. CUANTO PACIFICO.





“¿Será esto Montañita?”, “no, no, tiene que ser más adelante”. Así pasamos cinco pueblos. El último: Manglar Alto. Próxima estación: Montaña. Ahhiii.


Llegamos. Llovía. Barro.
Bajamos y luchamos por sacar nuestras mochilas. Nota: somos TODOS atolondrados.
Con todo encima, mojándonos, muriendo de calor y humedad, parados felices. Un nene de ocho años se me acercó vendiéndome un hostel. Esperé más ofertas aunque la idea de mandar a un chango así de pequeño le toca el alma a cualquiera, malditos dueños. Esperé y llegó Jorge, el cubano. Nos gustó la idea de vivir lejos del “centro” y en lo de Juancho.







Los cinco lo seguimos. Había equipo pues...

1 comentario:

Anónimo dijo...

ustedes tienen guitarra y nosotras tenemos mate.

y cory con su aparatejo para recuperar sus musculos de bajista.

pacifico, sandia, terere, y una
parrilla encontrada.