martes, 11 de noviembre de 2008

Navidad

Departamento oscuro de planta baja. En el patio, entre restos varios caídos de los pisos de arriba, un arbolito de navidad titilante que todavía no han desarmado. Domingo. Él trae devuelta a la nena. Dormida. Ella, una toalla atada sobre el pelo mojado: ¿Comiste algo?

Mario conoce esa pregunta. Le revienta.

Le revienta saber que hace dos años trabaja con su hija. Le revienta que ella tenga que acompañarlo. Miércoles y domingos, feria, curanto, turistas. Dos días de acordeón y violín, veinticuatro horas de chamamé para gringos que viajan solo para comerse el sur.

Bariloche explota en un enero generoso; la pileta municipal desborda de chicos, puntos negros que bailan  y que se dejan ver desde el centro cívico; las playas sin un espacio de roca, vendedores de ensalada de fruta. Hace calor seco y desde la terraza del departamento de Quaglia y Albarracín se ven los picos nevados.

Desde que dejaron la humedad y la tierra colorada de Misiones, Mario no pudo tomar un mate tranquilo. 

La nena no conoce la nieve. Nunca enterró sus manos en la espuma de hielo, no conoce la sensación fría que quema y enrojece la punta de los dedos. Ella sabe de la tierra, de las uñas negras y cortas que separan las crines de cola de caballo que forman el arco de su violín. Se quita los abrojos de la bocamanga del pantalón y, entre tumbos, se mete en la cama que está en el living, contra la pared compartida con la cocina donde está Mario sentado de espaladas a la ventana. Inés, sobre la mesada, se desenreda el pelo y empapa el ambiente con ese perfume invasor de las cremas para peinar. Mario la ama y eso es lo que lo llevó al sur, aunque cada mañana, al despertar, se pregunte porqué decidió seguirla.

1 comentario:

Jonathan dijo...

muy lindo
beso chech!!