¿Cómo era?
domingo, 23 de noviembre de 2008
sábado, 22 de noviembre de 2008
Instrucción cívica
Biblioteca. Colegio estatal. Una bombita de cuarenta pende de un cable pelusiento.
—Yo a vos te enseñé lo que sabía, Elvira, de pe a pa (nerviosa). Todo lo que sabía.
—Concursos son concursos, Marta. Se ve que no estaba de dios que fueras vos.
A Marta la desconcertó esa última frase, “no estaba de dios que fueras vos” hacía eco en los enormes huecos de su cabeza. Marta era cabezona, pero ninguna zonza. Años trabajando en la biblioteca del Comercial, décadas asesorando a la incompetente de Elvira, deseando que alguna vez, alguna decidida vez, pudiera ocupar el puesto de inspectora para, por fin, mandarla al lugar que merecía, de portera, por ejemplo. “No estaba de dios… y la re putísima”, pensaba.
Marta había pasado su intelectual juventud en Normandía, de modo que guardaba todas esas irreverencias para su más íntimo interior. No permitiría jamás mostrarse ante Elvira de una forma tan genuina. No.
—Elvira, ¿sabés lo que sucede? —cantó por lo bajo Marta impostando una serenidad más que ajena.
—No, Martita, contáme vos —se apuró la orgullosa de ser directora.
—Sucede que estoy cansada, desanimada, chiquita; no puedo seguir un año más como bibliotecaria, considero que es hora de ocupar el puesto que me corresponde y vos sabés muy bien a qué me refiero —sentenció Marta.
—Vamos, Marta, que no es de tanto escorchar. Mirále el lado dulce a la vida: con la edad que tenés, quién quisiera estar en tu lugar. Rodeada de pibes, de libros, comiendo budín de pan en los recreos, vamos —repuso, casi incoherentemente, Elvira.
De pronto, el eco otra vez. “No es de tanto escorchar”, rebotaba dentro de Marta. ¿Qué le pasaría a esa mujer, que ni ocupando el puesto de directora, podía articular el lenguaje mejor que un reprobado? Los nervios le crecían y sus manos deshacían inconscientemente el anillado de un tomo fotocopiado del Curtis.
—Buenos, bueno, ¿sabés qué vamos a hacer? Mañana será otro día, hoy más vale dejar las cosas como están y no agregarle una lancha más al Tigre, Martita. No es para tanto, pensálo, además ¿cuánto tiempo más pensás seguir trabajando? Ya es suficiente, ¿no te parece? Quizás no sea mala idea ir pensando el la retirada, con la antigüedad que tenés… quisiera yo ser bibliotecaria, mirá —escupió la desgraciada de Elvira.
“Salud mental uno, salud mental dos, salud mental tres…”, pensaba Marta hasta que llegó a la décima salud mental. —Elvira, hay días en los que me resulta realmente imposible entenderte (“Y eso que no le sumo lo de la lanchita del Tigre” superpuso el pensamiento a sus palabras). Esto no se trata de títulos, puestos burocráticos, acá se está manoseando otra cosa, chiquita.
El timbre del segundo recreo hizo vibrar los vidrios maltrechos de las vitrinas de la biblioteca.
—Bueno, Marta, no te amargués, pensálo, tranquila a ver si encima te me das por un síncope —dijo Elvira deseándolo de cierta forma y desapareció tras una ráfaga de colonia con aroma a talco Véritas.
“Mañana le meto un barco y se le hunde el Delta”, pensó Marta mientras reacomodaba el anillado que había destrozado como si fuera un cable de teléfono.
“Cinco Espasa Calpe de química, devueltos, un tachón. Dos Romero de quinto, deben, estos pibes del centro me van a escuchar, cruz roja. Cuatro AZ Serie plata, los de geografía siempre vuelven rápido, adentro, tachón. Conflictos y armonías en la historia argentina de Luna, uno y me lo deben; siempre me lo deben”.
—Permiso, permisito —interrumpe Jorge las entradas y salidas de Marta.
—Pasá, querido — siempre amable, ella.
—Te dejo el budincito sobre el escritorio. Hasta mañana —saludó Jorge antes de que se le cayera la cucharita al piso.
martes, 18 de noviembre de 2008
Tres tristes tigres
martes, 11 de noviembre de 2008
No es mediocridad, es llegar mejor a viejo.
Navidad
Mario conoce esa pregunta. Le revienta.
Le revienta saber que hace dos años trabaja con su hija. Le revienta que ella tenga que acompañarlo. Miércoles y domingos, feria, curanto, turistas. Dos días de acordeón y violín, veinticuatro horas de chamamé para gringos que viajan solo para comerse el sur.
Bariloche explota en un enero generoso; la pileta municipal desborda de chicos, puntos negros que bailan y que se dejan ver desde el centro cívico; las playas sin un espacio de roca, vendedores de ensalada de fruta. Hace calor seco y desde la terraza del departamento de Quaglia y Albarracín se ven los picos nevados.
Desde que dejaron la humedad y la tierra colorada de Misiones, Mario no pudo tomar un mate tranquilo.
La nena no conoce la nieve. Nunca enterró sus manos en la espuma de hielo, no conoce la sensación fría que quema y enrojece la punta de los dedos. Ella sabe de la tierra, de las uñas negras y cortas que separan las crines de cola de caballo que forman el arco de su violín. Se quita los abrojos de la bocamanga del pantalón y, entre tumbos, se mete en la cama que está en el living, contra la pared compartida con la cocina donde está Mario sentado de espaladas a la ventana. Inés, sobre la mesada, se desenreda el pelo y empapa el ambiente con ese perfume invasor de las cremas para peinar. Mario la ama y eso es lo que lo llevó al sur, aunque cada mañana, al despertar, se pregunte porqué decidió seguirla.