A la a. María, la que falta. La muertita. La más joven de once hermanos. No cosía, no cocinaba, no daba clases de caligrafía a lo chicos del normal de San Fernando ni regaba los malvones del fondo. Se quedaba quietita, sentada en la mesa de la cocina a esperar que algún día la silla, el armario o el televisor perdieran su forma o que la mugre los empezara a envolver en un breve rapto de solidaridad y así, quizás, buscaba el plumero para agregarles un poco más de polvo.
A la e. Cinética del tiempo, no todo tan ligero, mediodía adentro y a la tardecita haciendo vereda de Ituzaingo sin acento viendo como jugaban los chicos de la de enfrente. La Ñata le sacaba la silla roja del pasillo de las habitaciones y así se quedaba María, esperando que los kebbes estuvieran servidos. María era hija de Zara Miguel Kairúz y cómo rezaba.
A la i. Íntimamente, los domingos se llevaba tomos de la británica a la terraza para ojear los dibujos y contar los hilos del encuadernado. Se regodeaba viendo como las hormigas caminaban sobre los párrafos y ¡zas! una menos; o con aires de fuga saltaba la medianera, clavando los ojos en un árbol que florecía hacia abajo y que le gustaba llamarlo Catalpa. María no tenía rasgos libaneses.
A la o. Sólo para mostrarse interesante en la hora que languidecía el mate, María presentaba analogías bíblicas mientras las demás sulfilában un vestido de novia o un nuevo saquito prèt à porter. Ellas, las demás, impecables siempre. María en cambio, en la niebla de un encontronazo; con un gesto simple desmoronaba el protocolo y se bañaba en repelente para mosquitos. María usaba soleros azules.
A la u. Ultraje al ocio. Gozaba de su tierra. Orfandad de amante, su asilo: la cama. Desquiciada opresión de los célibes. El hombre, la guitarra de monjita del cuarenta y dos, los zapatos marrones con hebilla, las medias amarillitas. María, la que falta.
miércoles, 14 de noviembre de 2007
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